Carta de Pascua 2022
17 de abril de 2022
«Por sus heridas hemos sido curados»
Queridos hermanos:
Celebramos la Pascua del Señor. Nacemos de nuevo a la Vida. Con santa Teresa podemos decir aquello de «¡Oh Vida de mi vida y sustento que me sustentas!» ¡Feliz Pascua de Resurrección!
Durante el tiempo de cuaresma hemos tenido la oportunidad de interiorizar las palabras de la primera Carta de Pedro, inspiradas en el profeta Isaías, y que dan título a esta carta: «Por sus heridas hemos sido curados» (cf. 1 Pe 2, 24). El fundamento de la nueva comunidad es el amor recibido de Dios, capaz de ‘curar todas las heridas’. Una experiencia que marcará la conducta de los que creemos en Jesucristo. Nos vemos impulsados a buscar en la Pascua la luz que todos necesitamos en el camino de la vida. Para lograrlo se nos ofrece un nuevo programa: el encuentro personal con el resucitado.
Algunas veces he llegado a pensar que la vocación del fraile predicador implica acariciar una soledad preñada de Presencia, de luz, de plenitud, de silencio habitado... Vivir en comunidad es darlo todo, hacerse melodía cuando solo queda la nada, dejar que el alma vibre de otro modo. Es la vida que hemos elegido, y en ese canto resucitamos, dejando que Dios modele nuestro barro. En Jesucristo, incluso la soledad se vuelve ternura. ¿A quién iremos sino a Él, que curó amando y amó viviendo, hasta dar por entero su propia vida? Él nos restauró muriendo, y esa intimidad debe ser el susurro que consuele nuestras vidas. Y ahora, en estos momentos de trasiego espiritual, siento que ser fraile es vivir con los demás, a cada paso, un auténtico ‘via lucis’.
Me propongo en esta reflexión pascual ofrecer una meditación sobre el camino que la Pascua de Jesús nos ha marcado y que podemos seguir en el ‘via lucis’. Una forma de incidir en algunas cuestiones que nos preocupan. Éstas tienen que ver con las propias heridas. Unas producidas por la sinrazón de los más fuertes, generando violencias injustificadas y daños irreparables; otras generadas por la vida misma; algunas, también dolorosas, suscitadas por nuestra propia inmadurez, al no ser capaces de permanecer en una relación adulta y serena con los demás, con nosotros mismos y con Dios.
Las heridas del mundo y de la vida
Vivimos tiempos especialmente duros, hemos de reconocerlo y aceptarlo con la serenidad que nos otorga el que ha sido capaz de superar la cruz y las desdichas. Son momentos donde la debilidad parece aflorar con más fuerza por todas partes. Las heridas de la vida erosionan el crecimiento y reducen la capacidad de cambio. Incluso logran detener, en algunas ocasiones, los procesos sociales y personales de desarrollo y conversión. No son momentos fáciles para el mundo, tampoco para la Iglesia o para la Orden, ni mucho menos para la Provincia, por razones diversas relacionadas entre sí. Todas ellas, de una manera o de otra, nos influyen y condicionan.
En no pocas ocasiones podemos constatar aquellas palabras del profeta Jeremías cuando describen los sentimientos de dolor que produce la destrucción de Jerusalén,
«mis ojos se deshacen en lágrimas, de día y de noche no cesan por la terrible desgracia que padece la doncella de mi pueblo, una herida de fuertes dolores. Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre; tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país» (Jer 14, 17-18). Es un texto atroz. Lo hemos escuchado, leído y meditado, muchas veces; pero, no por ello deja de ser especialmente duro. Me recuerda algunas crónicas periodísticas de estas últimas semanas, cuando relatan la desolación del pueblo ucraniano y de la guerra tan injusta capaz de destruir a todo un país soberano. Y me pregunto cómo la Pascua puede iluminar todo esto. No encuentro una respuesta fácil para ello.
Esta y otras constataciones tienen su correspondencia con situaciones personales que afectan de continuo a la vida de las personas a lo largo de sus días: violencias sufridas, fracasos personales, dependencias inhumanas, la vejez con su deterioro psíquico y corporal, las enfermedades graves o la simple, pero muchas veces pesada, carga de una vida con límites que no sabemos integrar fácilmente, como también puede ocurrirnos a nosotros.
Siendo consciente de que no toda herida tiene la misma hondura, ya que algunas son muy difíciles de soportar y de digerir, me percato de un compromiso que sí podemos adquirir. Una parte del mismo está en nuestras posibilidades y en la capacidad de permanecer muy atentos a las heridas del mundo y de las personas. Hacia el mundo, con una palabra que transmita el mensaje claro, reclamando y restaurando la justicia. Hacia las personas, con la apertura y acogida solidaria y comprometida. Esta es nuestra vocación. Hemos de cuidar el mundo y su ecosistema de vida, pero también la vida dolorida en las personas por los sufrimientos que el orden humano no es capaz de eliminar y que en muchas ocasiones él mismo crea.
La luz entra por la herida
Lo afirmado anteriormente es especialmente significativo en la vida de la Iglesia y debería serlo en la vida de la Provincia. La luz del Resucitado, su acción pascual, nos vincula estrechamente con los ‘desechos humanos’ de nuestros semejantes. San Lucas lo señala con claridad cuando retoma el discurso inicial de la vida pública de Jesús en la sinagoga de Nazaret. En ese discurso se nos muestra que la vocación humana se desarrolla en el ‘cuidado’ de los más débiles. Esto requiere no solo organizar el mundo de forma que ‘algunos’ puedan vivir una vida ‘protegida’, sino salvar el sentido de lo humano a través del cuidado de los que padecen el sufrimiento y la exclusión. El compromiso con los que sufren, con sus heridas, incluso con su muerte, puede transformar el profundo dolor injustamente infligido en fuente de humanización y de vida. Resultan muy lúcidas, a este respecto, las reflexiones de Marcel Légaut en su magnífica obra El hombre en busca de su humanidad.
«La herida es el lugar por donde la luz entra en ti», es un adagio que proviene de lejos. Se lo debemos al maestro sufí Jalal al-Din Rumi. Sus poemas son diariamente leídos en Oriente. Pero el mundo occidental no es ajeno a su espiritualidad. Este pensador árabe del siglo XIII no sería citado aquí si no fuera porque, en diálogo con la espiritualidad cristiana de la Pascua, encontramos importantes puntos de comunión. Rumi creyó apasionadamente en el crecimiento personal y espiritual a través de la luz de las artes, cuando éstas expresaban el dolor de las personas y de los pueblos. Un medio de búsqueda para alcanzar el corazón sanador de un Dios que se manifiesta presente, en el dolor humano, como luz.
En las heridas de los demás conocemos la humanidad común que nos habita con una profundidad que habitualmente no percibimos. Alguien decía que ‘mientras haya un hombre o mujer encadenados, toda la humanidad estará encadenada’. En muchas historias vividas, incluso las más personales, podemos reconocer hasta qué punto nuestras heridas pueden convertirse en una fuente de luz que alumbre la conciencia y la acción como gracia para los que nos rodean. E igualmente, en las personas que sufren podemos intuir la figura misma de Jesús, cuyas heridas habitadas por Dios lo hacen conocedor, intercesor y salvador de los hombres; es la carne herida de Jesús la que da al Verbo una densidad salvífica que, lejos de humillar a la humanidad con un paternalismo asfixiante, la inserta en la misma vida de Dios.
El camino hacia la luz pascual
Al inicio de la cuaresma, el miércoles de ceniza, tuve la suerte de celebrar la Eucaristía con nuestras hermanas dominicas de la Congregación de Santo Domingo, recientemente llegadas de Ucrania. La guerra había comenzado y ellas, muy a su pesar, tuvieron que vivir el éxodo, junto con otros muchos ucranianos, de un viaje largo y no exento de peligros, hacia España. Su testimonio fue la mejor homilía que había escuchado hacía tiempo. El relato de las peripecias de su viaje, más que un conjunto de anécdotas cargadas de mensaje, reflejaba en sus emocionados rostros el dolor y la herida de todo un pueblo avasallado por el ruido de las armas. Una aventura inesperada en la que percibieron de forma intensa la compañía de Dios. Durante su camino ‘la presencia del Señor en la Eucaristía’ -portaban con ellas el Santísimo- las acompañaba, a ellas y a todos aquellos, creyentes o no, que habían emprendido el éxodo hacia un lugar más seguro. Su testimonio fue una gracia especial al inicio de la cuaresma. Me llevó a interiorizar lo siguiente: ‘cuando se tiene una razón noble por la que luchar, la vida te lleva a lo fundamental. No hay lugar para perder el tiempo en dificultades un tanto artificiales o producto más bien de nuestro aburguesamiento’.
Las hermanas dominicas de Kiev nos han mostrado «el camino hacia la luz pascual». Me impactaron. Por eso sus personas y su experiencia refuerzan la reflexión pascual que estos párrafos contienen. Un agradecimiento a su entrega tan generosa hemos de mostrarles. Ellas nos han recordado el paso del ‘via crucis’ cuaresmal’ al ‘via lucis’ que nos descubre la Pascua del Señor. El camino hacia la luz suplica atravesar el via crucis. Pero no para quedarnos en él, sino más bien para acoger la Pascua del Señor en nuestra propia vida. Un nuevo tiempo de luz se nos abre. Las estaciones de la Resurrección complementan a las estaciones de la Cruz.
Soy consciente de que la guerra tan cruel en Ucrania es una de tantas, por desgracia, que existen en el mundo. No hay que ir muy lejos en el tiempo para traer a la memoria otros desastres humanitarios producidos por el propio hombre. Quizás lo ocurrido en Ucrania nos toque el corazón un poco más de cerca. Nuestros hermanos dominicos en ese país nos relatan con cierta frecuencia la narración de una guerra y todo lo que ella implica. En Europa recibimos miles de refugiados. Los acogemos con una generosidad generalizada que muestra cómo aún ‘la voz y la mano’ de Dios sigue muy presente en el corazón de la gente, más allá de su creencia o pertenencia religiosa.
La generosidad despertada en muchos de nuestros contemporáneos es una muestra de que Dios -en el bien solidario de tantas y tantas personas- existe y está más presente en el mundo de lo que podríamos haber pensado. ¡He ahí su Luz! La Provincia también ha respondido solidariamente a la urgencia de los refugiados ucranianos con apoyo económico y logístico, al prestar algunos de nuestros edificios. Estos u otros gestos similares abren caminos de luz pascual para otros. ¡Que no decaigan! Cuando somos capaces de ver a las personas desde dentro, entonces y sólo entonces, la experiencia de relación interpersonal nos abre «el camino hacia la luz pascual». En todo caso, esto quieren enseñarnos los relatos evangélicos de las apariciones del resucitado.
Encuentros de luz
El via lucis nos recuerda que Jesús ha resucitado y, por ello, conquista la vida verdadera. Sabemos que el via lucis nos invita a meditar los episodios de la Resurrección del Señor recogidos en el Nuevo Testamento. En este camino de la luz se destaca el encuentro del resucitado con las personas, especialmente con aquellos que le habían seguido hasta el final; incluso con los que le habían negado al dudar de su palabra.
Me voy a centrar en tres personajes a los que se aparece el resucitado: María Magdalena, Tomás y Pedro. Ellos nos abren a la luz de la Pascua. A pesar de sus heridas, el encuentro con el resucitado los ayuda a crecer, a reconducir sus vidas y a curar incluso sus heridas: las del pecado, en la vida de la Magdalena; las de la desconfianza, en la indolencia de Tomás; las de la infidelidad, en la negación de Pedro. Sus heridas se vuelven, a su vez, desafíos para nuestro tiempo. Se condensan en estas palabras: misericordia, confianza y fidelidad.
1º) El encuentro del Resucitado con María Magdalena: desafío de misericordia
María Magdalena es de los personajes bíblicos más empáticos para nuestro momento. Una mujer, gran mujer, que mantiene su dignidad y ello a pesar del rechazo que su vida había producido en sus contemporáneos. El encuentro con Jesús la salva de veras. La refuerza en su dignidad como mujer. Es importante ver aquí cómo sus heridas son curadas por la misericordia del resucitado. En el encuentro, lleno de emoción y de profundidad, Jesús resucitado la ayuda a encontrarse consigo misma, a creer más en ella misma y a asumir su pecado para vencerlo.
Estaba María, junto al sepulcro, llorando… así comienza el relato de su encuentro con Jesús resucitado. La actitud de esta mujer, según lo describe el evangelio de Juan, es suficiente para entrever la relación personal que había tenido con Jesús. Hay una muestra de cariño y cuidado hasta el final. Permanecer al lado del sepulcro es no querer separarse de aquél a quien ha querido. El llanto, como sabemos, canaliza los sentimientos más profundos del alma. Expresa hacia el exterior lo que no alcanza la palabra, ni siquiera el gesto. Es la expresión más auténticamente humana. Canaliza la herida y reclama su acogida y curación. Pero aquí el resucitado nos muestra sus ‘entrañas’. Está lleno de ternura hacia el que sufre, especialmente hacia la persona excluida, como había sido la Magdalena.
La palabra misericordia es la que me viene a la mente y al corazón al observar la relación, el encuentro, que el Resucitado tiene con ella. Puesto que Dios es fiel a sí mismo, como diría el teólogo Kasper, quiere comunicar su amor no en solitario, sino más bien en comunión con las personas. El encuentro con la Magdalena es un encuentro de comunión. Reconfortante, liberador, y por ello sanador.
Dios no puede actuar de otro modo si no es perdonando. He ahí la profunda misericordia que brota de sus entrañas. Ésta llega a ser así el espejo de la comunión de Dios que, además, según Tomás de Aquino, es su primera propiedad. En su misericordia, el Señor abre su corazón y nos deja mirar dentro de él. Así exclamó el Papa Francisco cuando le entregaron un libro traducido al español y que llevaba por título la palabra ‘Misericordia’: «Misericordia, exclamó, ¡este es el nombre de nuestro Dios!». La afirmación «Dios es misericordia» significa que Dios tiene un corazón para los míseros. Esto nos enseña con su acogida a María Magdalena. Una mujer cargada de heridas. En las heridas del Señor ella no solamente se ve reconfortada, sino también acogida en el corazón mismo de Dios. El Resucitado se ha dejado tocar por la miseria de la Magdalena, aunque ya no haya un contacto físico: ‘mujer, no me toques’. No hay otra acogida mejor ni más perfecta, ni más auténtica para quien te recibe. En esta acogida Jesús lo ha dado todo por la mujer que, aunque pecadora, está llena de humanidad. Podríamos decir que en Dios, más que pasión, hay compasión. O mejor, dicho en otros términos, su pasión es con la pasión de otros. He aquí su redención. Por ello sus ‘heridas nos han curado’.
Si este Dios que nos muestra María Magdalena existe, su existencia cambia toda nuestra vida. Nos lo dijo con meridiana claridad el evangelista Lucas: «sed misericordiosos como Dios es misericordioso». ¿Cómo podemos llevar este principio de fe a nuestra vida cotidiana, en lo personal y comunitario? Una tarea de conversión siempre pendiente en cada uno y en todos. Si no somos capaces de perdonarnos entre nosotros, difícilmente podremos construir una vida fraterna auténtica y, por ende, difícilmente podremos ser transmisores de la palabra evangélica en nuestra predicación. Influye no solamente en la vida espiritual, sino también en el trabajo y en las relaciones interpersonales. Aquí nos jugamos la vida que hemos profesado.
2º) El encuentro del Resucitado con Tomás: desafío de confianza
Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado no creeré. Tomás con esta actitud parece estar seguro, en medio de su incredulidad, de la prueba que exige para creer. Quizás no es consciente de una de sus heridas más profundas: la desconfianza en el Señor. Su ceguera empírica le impide ver la realidad. Se apoya más en su propia insolencia que en la relación que con el Maestro haya podido tener durante su vida pública. Tomás no logró percibir lo que implica la relación profunda, íntima, con Jesús. Se le escapó lo fundamental de la misma. No está capacitado para la relación interpersonal y muestra gran inmadurez en su petición. Amparándose en lo externo no es capaz de ver la interioridad de las personas, incluso de aquellas con las que haya podido tener una relación más estrecha e intensa. Tomás es un incrédulo. No es capaz de percibir los matices más importantes de la vida. Lo que se ha prometido y aún no se ha realizado.
Tomás, por tanto, es un impaciente que quema las etapas que con otros se van marcando. En el fondo no se fía de sí mismo. Es un hombre inseguro. Una indecisión que no lo abre a nuevas posibilidades. Más bien lo mantiene encerrado en su propio narcisismo envolvente y vengativo. El desconfiado piensa que los demás son siempre los culpables de los propios males. Una manera fácil, pero engañosa, de tapar la propia inseguridad interior. Aún más, de la desconfianza se pasa a la sospecha y de ésta al recelo. Sólo hay un paso. Un círculo vicioso lesivo y destructivo. El desconfiado se vuelve tóxico e insufrible para la sana convivencia.
La confianza entre las personas se fragua en sus relaciones interpersonales. Nos da estabilidad emocional y nos ayuda a vivir. Una traición de la confianza nos denigra gravemente. Es un pecado mayor. Este es el pecado contra el que Jesús se revela: el pecado contra el Espíritu Santo. Por eso es un pecado ‘imperdonable’, nos dice el Evangelio de Jesús. No obstante, el encuentro de Tomás con el Resucitado, en presencia de los demás discípulos, le devuelve la confianza: «Dichosos los que crean sin haber visto». Una sentencia en la que todo está dicho. ¿Qué mejor camino pascual que éste?
3º) El encuentro del Resucitado con Pedro: desafío de fidelidad
La Pascua nos brinda, una vez más, la oportunidad de recordar ese pasaje de Juan intenso y al mismo tiempo cargado de emotividad, cuando Jesús le pregunta por tres veces a Pedro (lo había negado otras tantas) si le ama. La interpelación es directa, personal, muy personal (Simón, hijo de Juan). Retoma su vida, su historia, su persona. Todo está englobado en la pregunta: «¿me amas?».
El texto es un canto a la fidelidad. Sabemos cómo en el ámbito social la fidelidad es un valor moral que faculta al ser humano para cumplir con los pactos y compromisos adquiridos. En este caso, la fidelidad es el cumplimiento a la palabra dada. Pero la fidelidad también es el compromiso, constante y comprometido, con otras personas, con Dios mismo. Aquí la fidelidad es más que la palabra dada. Es la entrega total de la propia persona por Dios y por los demás. No digamos por los amigos. Esta fidelidad no tiene tiempo ni lugar. Es una fidelidad hasta la muerte. Incluso más allá de ella. La fidelidad es el valor que construye a las personas en su entereza y constancia. Por eso la traición de la fidelidad se vuelve reprobable en la conducta humana y no gusta a Dios, según podemos entrever en la Sagrada Escritura.
La fidelidad nos lleva a entregar la propia vida. Da cumplimiento a lo prometido a pesar de los cambios de ideas, proyectos, convicciones o contextos. No debemos olvidar esto. La fidelidad se muestra con los pequeños gestos y actos que tienen lugar de las personas entre sí, para mostrar no sólo el amor que los une, sino también el compromiso mutuo que hayan adquirido. La fidelidad es una de las virtudes más importantes entre los humanos, en especial cuando se trata de las relaciones interpersonales, comunitarias y de amistad. No digamos las relaciones amorosas entre las personas, estables y duraderas. Ser fiel a la vida que uno eligió y a las personas con las que ha comprometido su vida es sinónimo de respeto, de comprensión y compromiso. La fidelidad va unida a la aceptación del otro tal y como es y a la comprensión y compañía que no espera nada a cambio.
La persona fiel es la persona leal. Las reiteradas preguntas de Jesús a Pedro también ponen de manifiesto el valor de la lealtad. Por esta razón la lealtad es también una virtud que se desarrolla en la conciencia de las personas, las implica desde su misma interioridad, conlleva el cumplimiento de un compromiso aún frente a circunstancias cambiantes o adversas. Es como una obligación que tenemos con nuestros prójimos y con nosotros mismos.
Que esta nueva Pascua nos acerque aún más a Cristo Resucitado. Él ha eliminado la muerte para siempre, «enjugando las lágrimas de todos los rostros» y «curando nuestras heridas».
¡Feliz Pascua de Resurrección! Un abrazo,
Madrid, 17 de abril de 2022